Has salido a cenar con tu familia, al acabar te traen el TPV, acercas tu tarjeta de crédito, esperas unos instantes mientras la pantalla parpadea levemente hasta que aparece la palabra “autorizada” y un ticket comienza a imprimirse. En esos 10 segundos que dura la transacción, el TPV del banco del restaurante ha leído la tarjeta de crédito, de una empresa como VISA o MasterCard. El banco del restaurante ha pedido la autorización a VISA del banco del cliente para la aceptación de este cargo. VISA lo ha obtenido y se lo envía al banco y éste al TPV y la transacción se completa. En ese momento, o por lotes al día siguiente, VISA calculará las posiciones netas entre los dos bancos y realizará un proceso de liquidación entre ellos.
Esto es “tecnología invisible” para el usuario. Esta invisibilidad aún se puede llevar más allá y prescindir en ese pago incluso de sacar la tarjeta. Por ejemplo, si tomamos un Uber y marcamos nuestro destino en la aplicación, aparecerá un coche -cuya posición sabremos en cada momento- que conocerá nuestro destino y al llegar nos bajaremos sin mediar intercambio alguno de pago aparente. Todo pasará detrás del escenario, en el background, a partir de los datos de nuestra tarjeta que tiene Uber y los datos de nuestro trayecto. Procesos complejos, mediados por software, que ocurren en nuestro día a día y que olvidamos o desconocemos que existen. Igual que los coches o los smartphones que solo se desbloquean por datos biométricos de su dueño o puertas que se abren al identificarnos, etc. No hay hoy ningún aspecto de la sociedad que no esté facilitado o mediado mediante software e infraestructuras diseñados para hacernos la vida más fácil.
Alguien que viviera de otra civilización o de nuestro pasado vería todo esto como magia tal y como dijo Arthut C Clarke en una de sus tres leyes de la tecnología en su libro Profiles of the Future de 1962:
“Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”
Cuando más tecnificada es la sociedad, más magia necesitamos, más invisibilidad de la tecnología, más software que nos aísle de la complejidad subyacente. La razón es clara, nuestro tiempo es limitado, es uno de nuestros recursos más escasos, y por tanto la atención es un juego de suma cero. Si ponemos nuestra atención en una cosa ha de ser a costa de menos tiempo en otra. Por tanto, el software ha de hacer que muchas de las acciones de nuestro día a día medidas por la tecnología tengan un coste mental cero para el usuario (como el caso de pagar con la tarjeta). Eso libera la mente para actividades más productivas, decisiones que sí requieran de nuestra atención e inteligencia.
Cuando más tecnificada es la sociedad, más invisibilidad de la tecnología
Buscar lo que queremos en Internet con Google Search tiene detrás uno de los productos más complejos construidos por el hombre en toda la Historia, con millones de servidores repartidos por el mundo e interconectados y el apoyo de sistemas de IA. Al igual que la red eléctrica de un país, apoyada en algoritmos predictivos del consumo -ya que la electricidad no se puede almacenar- y con una gran complejidad de fuentes de energía. Sin embargo, buscar una palabra en Google o encender el interruptor de la luz no nos cuesta apenas esfuerzo mental. Esto es tecnología invisible.
El término fue acuñado por Donald Norman en 1999 en su libro “The Invisible Computer: Why Good Products Can Fail, the Personal Computer Is So Complex, and Information Appliances Are the Solution” donde se quejaba del esfuerzo mental que entonces consumía entender y usar un ordenador. El tiempo le ha dado la razón y todo aspecto de nuestra vida mediado por tecnología tiende a hacerse invisible y de coste mental cercano a cero.
La contraparte de esta ventaja de la invisibilidad de la tecnología y de la complejidad que hay detrás de ella está en la pérdida de control. Cuando lo que pasa no es lo que queremos que pase, no sabemos cómo pararlo. Aquí podemos recordar esos gaps que se hacían sobre la conversación de un usuario con algunas de las primeras máquinas de reconocimiento de voz cuando entendían otras cosas diferentes a las que estábamos diciendo y nuestra desesperación ante las consecuencias de esas situaciones mediadas por tecnología, pero fuera de nuestro control.
Todas las tecnologías se hacen con el tiempo invisibles y son más o menos eficaces en función de la calidad del software que lo controla. La calidad de este software depende de la calidad de las ideas, del pensamiento de sus diseñadores. Por eso la fase de diseño de una solución es más importante incluso que la de su desarrollo. Es como si le preguntáramos a un arquero si es más importante apuntar o tensar el arco para lanzar. Un software mal diseñado no apuntará bien y no conseguirá esa “magia” de la invisibilidad y lo notaremos como usuarios en el tiempo y el esfuerzo mental que nos consume interaccionar con esa tecnología. Todos tenemos experiencias de procesos que parecen diseñados por nuestro peor enemigo. Ese es también un reto de la transformación digital hoy, hacer invisibles esos procesos que hoy son un tormento.
Carlos Fabretti, matemático y escritor italiano en su blog “La ciencia es la única noticia” añadió una ley más a las tres leyes de Arthut C Clarke y que refuerza la idea de que el destino de la tecnología es ser invisible:
“La gente se acostumbra fácilmente a lo que parece magia, sin preocuparse por entender cómo funciona”