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Creo que todos hemos tenido una agradable sensación de «seguridad» cuando aprendimos a manejarnos, por fin, en inglés. Desde ese momento sentimos que eso nos iba a permitir entender a otros y hacernos entender prácticamente en cualquier lugar del mundo. La razón es que el inglés es una lingua franca, un idioma que cumple las expectativas que en su momento tuvieron lenguajes fallidos que aspiraban a ser instrumentos de comunicación universal entre los hombres como el esperanto. Hasta bien entrado el siglo XVII uno podía ir a estudiar en cualquier universidad de Europa con la condición de saber latín, que fue lingua franca del momento. Esto daba a los estudiantes de entonces una movilidad similar a la del actual programa Erasmus. El propio Erasmo de Rotterdam (que da nombre a este programa) fue alumno y profesor en las universidades de París, Oxford, Cambridge y Basilea sin ninguna barrera idiomática. En plena revolución científica libros tan importantes como los Principia de Newton o los escritos de Copérnico estaban en latín y Galileo y Kepler se carteaban sin dificultades en esa lengua.

Hoy, en nuestra sociedad tecnificada, el reto ya no es solo la comunicación entre los hombres sino también con las máquinas, en especial con los ordenadores omnipresentes en cualquier actividad. Esto significa que además del inglés hay otra «lengua» que dominar, esta es la «lengua» de la programación. Estos lenguajes de programación nos permiten crear software. Nuestro mundo se transforma gracias al software y la riqueza de las naciones hoy se produce en gran medida en forma de código.

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